San Pio X

José Sarto, después Pío X, nació en Riese, poblado cerca de Venecia, Italia en 1835 en el seno de una familia humilde siendo el segundo de diez hijos.

Todavía siendo niño perdió a su padre por lo que pensó dejar de estudiar para ayudar a su madre en los gastos de manutención de la familia, sin embargo ésta se lo impidió y pudo continuar sus estudios en el seminario gracias a una beca que le consiguió un sacerdote amigo de la familia.

Una vez ordenado fue vicepárroco, párroco, canónigo, obispo de Mantua y Cardenal de Venecia, puestos donde duró en cada uno de ellos nueve años. Bromeando platicaba que solamente le faltaban nueve años de Papa.

Muchas son las anécdotas de este santo que reflejan tanto su santidad como su lucha por superar sus defectos, entre ellas destacan tres:

Siendo Cardenal de Venecia se encontró con un anciano al que la policía le había quitado el burro que tenía para trabajar; al enterarse el Cardenal se ofreció a pagar la multa que le cobraban y a acompañarlo a recoger el burro porque exigían al anciano que lo respaldara una persona de confianza. Ante la negativa del anciano para que lo acompañara el Cardenal afirmó que si una obra buena no costaba no merecía gran recompensa.

Cuando era un sacerdote joven, José Sarto, estando con su hermana se quejó de dolor de muelas lo que provocó que ella lo criticara y lo tachara de quejoso y flojo respondiéndole con una bofetada. Sintiéndose avergonzado se disculpó por ser tan violento, defecto que fue corrigiendo.
Asimismo, una vez de visita en el Colegio de San Juan Bosco fue invitado a almorzar en la pobreza de ese colegio, donde al salir buscó un mejor lugar para comer, aunque después se volvió más y más sacrificado.

En 1903 al morir León XIII fue convocado a Roma para elegir al nuevo Pontífice. En Roma no era candidato para algunos por no hablar francés y él mismo se consideraba indigno de tal nombramiento.

Durante la elección los Cardenales se inclinaron en principio y por mayoría por el Cardenal Rampolla, sin embargo el Cardenal de Checoslovaquia anunció que el Emperador de Austria no aceptaba al Cardenal Rampolla como Papa y tenía el derecho de veto en la elección papal, por lo que el Cardenal Rampolla retiró su nombre del nombramiento. Reanudada la votación los Cardenales se inclinaron por el Cardenal Sarto quien suplicó que no lo eligieran hasta que una noche una comisión de Cardenales lo visitó para hacerle ver que no aceptar el nombramiento era no aceptar la voluntad de Dios. Aceptó pues convencido de que si Dios da un cargo, da las gracias necesarias para llevarlo a cabo.

Escogió el nombre de Pío inspirado en que los Papas que eligieron ese nombre habían sufrido por defender la religión.

Tres eran sus más grandes características: La pobreza: fue un Papa pobre que nunca fue servido más que por dos de sus hermanas para las que tuvo que solicitar una pensión para que no se quedaran en la miseria a la hora de la muerte de Pío X; la humildad: Pío X siempre se sintió indigno del cargo de Papa e incluso no permitía lujos excesivos en sus recámaras y sus hermanas que lo atendían no gozaban de privilegio alguno en el Vaticano; la bondad: Nunca fue difícil tratar con Pío X pues siempre estaba de buen genio y dispuesto a mostrarse como padre bondadosos con quien necesitara de él.

Una vez que fue elegido Papa decretó que ningún gobernante podía vetar a Cardenal alguno para Sumo Pontífice.

Dentro de sus obras destaca el combate contra dos herejías en boga en esa época: Modernismo, la cual la combatió en un documento llamado Pascendi estableciendo que los dogmas son inmutables y la Iglesia si tiene autoridad para dar normas de moral; la otra herejía que combatió fue la del Jansenismo que propagaba que la Primera Comunión se debía retrasar lo más posible; en contraposición Pío X decretó la autorización para que los niños pudieran recibir la comunión desde el momento en que entendía quien está en la Santa Hostia Consagrada. Este decreto le valió ser llamado el Papa de la Eucaristía.

Fundó el Instituto Bíblico para perfeccionar las traducciones de la Biblia y nombró una comisión encargada de ordenar y actualizar el Derecho Canónico. Promovió el estudio del Catecismo.

Murió el 21 de agosto de 1914 después de once años de pontificado.

¿DÓNDE ESTÁN LOS OBREROS DE LA MIES?

Cuando arrecia la tormenta y la barca amenaza con el hundimiento, ¿hacia dónde dirigen sus ojos los pasajeros asustados? Hacia el capitán de la nave, que por su autoridad, su calma y su experiencia, brinda seguridad a los que lo ven tener firmemente el timón. Lo mismo sucede en un campo de batalla con los combatientes, que sintiéndose superados, miran al capitán que los exhorta con sus órdenes y les predica con el ejemplo. Si llegara a suceder que la cabeza desapareciese, entonces se debilitaría el arrojo de los soldados, se instalaría la duda entre ellos y se acercaría la derrota.

Aquel hacia el cual las generaciones dirigen sus ojos desde hace siglos es Cristo presente en la Hostia, que conforta a los que dudan, consuela a los que sienten pena, fortifica a los que desfallecen, inflama a los que se ven invadidos de tibieza, escucha a los que le piden y colma de gracia a quienes se la demandan. Desde hace dos mil años está realmente presente entre nosotros, en todos los sagrarios del mundo y se da en alimento en la sagrada comunión.

Ahora bien, Nuestro Señor quiso que esta presencia dependa de un intermediario: el sacerdote. Él es el único que, por su ordenación, recibió el poder de transustanciar el pan y el vino en la presencia real y sustancial de Nuestro Señor Jesucristo. ¡Allí donde está el sacerdote, allí vive la Cristiandad!

Queridos amigos, la Cristiandad necesita del sacerdote para existir. De lo contrario, se desintegra y se muere. Sin sacerdote las verdades divinas dejarían de ser enseñadas y la fe se extinguiría. Sin él la vida divina ya no se difundiría en las almas por la gracia, a fin de fortificarlos y santificarlos. Entonces el cielo se cerraría y desaparecería la esperanza. Sin él, en fin, los sagrarios estarían desoladoramente vacíos, porque el Santo Sacrificio de la Misa ya no sería celebrado y las almas, quedando huérfanas, morirían de hambre. La caridad se enfriaría; la grey se disgregaría y se dispersaría.

Nuestro Señor no sólo quiere que existan sacerdotes para perpetuar su obra sobre la tierra, sino que también busca almas que imiten su obediencia, su castidad y la pobreza en la vida religiosa; que recen y se sacrifiquen por quienes no lo hacen; que dediquen su vida a alabarlo, servirlo, implorarlo y consolarlo, viviendo según los principios evangélicos que Él mismo nos ha enseñado en el Sermón de la Montaña.

Tengamos bien presente esta queja de Nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio: “La mies es abundante pero los obreros escasos” (San Mateo, 9, 37). Por eso toda familia católica no sólo debe rezar por las vocaciones sacerdotales y religiosas, sino también vivir de tal manera que las vocaciones puedan surgir y crecer en su seno. Para prosperar, la llamada divina precisa contar con un terreno favorable y debe evitar los peligros que pudieran ponerla en peligro. “La vocación no consiste en una llamada milagrosa o extraordinaria, sino en el desenvolvimiento de un alma cristiana, que adhiere a su Creador y Salvador, Jesucristo, con un amor exclusivo, y comparte su sed por salvar las almas” (Pío XI: “Ad catholici sacerdotii”, § 59). ¿Dónde podría tener lugar ese desenvolvimiento, sino en una familia católica?

En efecto, el primer crisol de las vocaciones sacerdotales y religiosas es la familia católica: “El jardín primero y más natural donde deben germinar y abrirse como espontáneamente las flores del santuario, será siempre la familia verdadera y profundamente cristiana. La mayor parte de los obispos y sacerdotes santos, cuyas alabanzas pregona la Iglesia (Ecl. 44, 15) han debido el principio de su vocación y santidad a los ejemplos y lecciones de un padre lleno de fe y virtud varonil, de una madre casta y piadosa, de una familia en la que reinaba soberano, junto con la pureza de costumbres, el amor de Dios y del prójimo. Las excepciones a esta regla de la providencia ordinaria son raras y no hacen sino confirmarla” (Monseñor Marcel Lefebvre: Carta, Albano, 17 de octubre de 1983). Semejante atmósfera no puede existir sino si Nuestro Señor Jesucristo reina en la familia. Y eso sucede especialmente cuando la jornada familiar está acompasada con la oración en común, por ejemplo, el Benedicite antes de las comidas, el rosario y las oraciones de la noche A eso se añade la vida ejemplar de los dos progenitores, manifestando así una gran unidad en su piedad y en la recepción de los sacramentos.

La vida del sacerdote o del religioso se centra enteramente en el sacrificio, a imitación de Nuestro Señor Jesucristo. Esta orientación debe ser preparada desde la cuna familiar. Ningún alma podrá responder a la llamada divina si no está habitada por el espíritu de sacrificio. Los hijos deben aprender rápidamente la obediencia, a no centrarse sobre sí mismos y a prestar algún servicio no sólo en el ámbito de la familia sino también a los demás y en sus prioratos. Que el espíritu de riquezas no venga a asfixiar su generosidad, como fue el caso del joven rico del que habla el Evangelio. Que los padres no sobreprotejan excesivamente a sus hijos y que los eduquen en el amor viril.

Para el surgimiento de las vocaciones también se precisa contar con una atmósfera casta y pura. Por eso, queridos padres, estén atentos a las recreaciones, a las lecturas y a las amistades de los hijos. En esto, la consagración del hogar al Sagrado Corazón les será de una gran ayuda.

Preocúpense por asistir a las Misas dominicales, cuya belleza eleva las almas. Aquí no se trata de asistir a la Misa tradicional, sin más, sino de concurrir a la Misa principal, en la que la liturgia despliega todo su fasto, manifestando así la fe que alimenta y fortifica nuestra fe. Entonces los niños también podrán servir al altar. Los acólitos de la Misa son la corte de Cristo Rey, son los pajes entre los cuales Nuestro Señor gusta elegir a los que quiere llamar a su servicio. Muchos fieles se retraen de la Misa cantada simplemente por pereza, prefiriendo las Misas más cortas o las vespertinas, para aprovechar mejor el tiempo en sus recreaciones. Todo esto trae aparejadas sus consecuencias.

En fin, queridos padres, decídanse a inscribir a sus hijos en buenos colegios. Me causa admiración ver cómo año a año aumenta el número de quienes deciden hacer este sacrificio por el bien de ellos. Este sacrificio podrá entrañar incluso inscribirlos como pupilos, como ya hicieron algunas familias. Las almas de los niños son lo más preciado que ustedes tienen. Los padres no son propietarios sino depositarios de los hijos. Dios se los ha confiado y por ellos habrán de dar cuenta. La enseñanza perversa que se imparte en las escuelas oficiales —aún en las católicas—, las malas amistades y la atmósfera funesta que impera, pueden marcar de por vida a los hijos y comprometer su salvación. No se hagan ilusiones, porque sobre todo durante la adolescencia la autoridad paterna pesará mucho menos que la de los profesores y camaradas, que les presentarán ideales baratos o deformados.

¿Cómo explicar la falta de vocaciones a la que nos confrontamos? ¿Cómo explicar que durante los últimos años, con contadas excepciones, la mayoría de los jóvenes que entraron al Seminario hayan salido de familias que no pertenecen a la Tradición? ¡Existen algunos prioratos que desde hace doce años a esta parte no han dado ninguna vocación, aunque la juventud es numerosa! Veamos cuáles son los obstáculos que pueden ahogar la vocación divina en el alma de los jóvenes.

El primero y el más importante de ellos es la falta de espíritu de sacrificio. Protejan a sus familias del espíritu del mundo. La televisión, y sobre todo internet, devastan las almas. Colocar un televisor o una conexión a internet en las habitaciones de los hijos es una gran inconciencia. Dejarlos manejar estos aparatos sin control implica ponerlos en ocasión próxima de pecado, de la cual son responsables ante Dios. Apelo a la autoridad de ustedes, a ustedes, padres de familia, que con frecuencia, en razón de las obligaciones de trabajo, olvidan las obligaciones que tienen para con sus familias. ¡Sean vigilantes! Ustedes no se imaginan la devastación que internet causa en el alma de vuestros hijos. ¡Vean sus cuentas en Facebook, como yo mismo lo hice, y comprenderán el por qué! Los adolescentes tienen necesidad de vuestra autoridad. Ella es su fuerza y su defensa, aún cuando no siempre se den cuenta de ello en el momento de la crisis de la adolescencia. Que el facilismo, el laxismo y el materialismo no entren en vuestros hogares.

Cierto sentimentalismo en la educación también constituye un obstáculo al surgimiento de las vocaciones. Queridos padres, ustedes no están en pie de igualdad con vuestros hijos. La autoridad que ejercen les fue delegada por Dios mismo, para que cumplan su voluntad y los protejan de los peligros de la vida, protegiéndolos incluso de ellos mismos. Sean buenos pero firmes. Amar a los hijos no sólo significa abrazarlos diez veces por día, sino también alentarlos al bien y apartarlos firmemente del mal. La educación es el arte de las artes y de su calidad depende toda la orientación de una vida. Que sus hijos respeten vuestra autoridad con una obediencia dócil. No cedan ante sus caprichos. ¡Enséñenles a amar la cruz! Fuera de ella no hay salvación.

El ejercicio de la paternidad también exige que ustedes controlen las frecuentaciones y las salidas que realizan los hijos mayores. No dejen que se pongan a “noviar” a los 15, 16 ó 17 años, como nosotros, sacerdotes, lo comprobamos con demasiada frecuencia. Estos “noviazgos” no son más que un coqueteo disimulado, incluso si los dos jóvenes son tradicionalistas. ¡No se olviden que tienen el pecado original! Consintiendo en este tipo de “noviazgos” ustedes ponen en peligro su pureza, aniquilan su juventud y esterilizan la generosidad de que pueden dar prueba los hijos.

El noviazgo sólo puede tener lugar entre dos jóvenes adultos, pero no entre adolescentes. ¡Cuántas vocaciones se han perdido así! Es la artimaña suprema usada por el demonio para destruir una vocación. Los hijos tienen que diferenciar entre el amor y la sana amistad. Muchos padres no ven el peligro y no solamente hacen oídos sordos a las observaciones de los sacerdotes, sino que también los juzgan ineptos y se burlan de ellos. Todo joven católico debe plantearse un día la cuestión de saber si Dios lo llama.

Un retiro espiritual puede ser una buena oportunidad para arrojar luz sobre la eventualidad de la vocación. Pero cuando el fuego de la pasión se enciende, los jóvenes no quieren analizar esta posibilidad.

Un obstáculo importante para la vocación es la crítica a los sacerdotes en el seno de la familia. ¡Amen a sus sacerdotes y respétenlos! Ténganles confianza. Si ven defectos en ellos, ¡recen por ellos!

Si no están de acuerdo con alguno de ellos, no hablen de ellos ante sus hijos. No les pongan apodos, no critiquen sus errores en público, sean dóciles a lo que enseñan. No decortiquen sus sermones. ¿Cómo quieren que un joven responda a la llamada de Dios, si ve que los sacerdotes o los religiosos son denigrados constantemente?

Estas actitudes, muy comunes, causan mucho daño, aún si responden más a la ligereza que a la malicia. La costumbre de criticar a los sacerdotes para preservarse del desastre conciliar no justifica que hoy exista semejante actitud en nuestros prioratos. ¿Cuántas veces he oído la frase “Desde la crisis conciliar ya no confío en los sacerdotes. Me salvé por mi anticlericalismo, así que sigo así”? Esto implicaría decir que en la Tradición no hay buenos sacerdotes y que la docilidad y la obediencia serían pura debilidad e ingenuidad. Lutero no lo hubiese dicho de mejor manera: ¡estamos en pleno “libre examen”!

Las consecuencias de ese estado de ánimo generan un efecto desastroso sobre las posibles vocaciones y destruyen la unidad de nuestras comunidades. Las familias donde imperan estas actitudes mal pueden dar un hijo o una hija a la Iglesia.

Desearía que se convencieran de que no hay honor más grande que dar un hijo o una hija a la Iglesia. Estas vocaciones, queridos padres, atraerán sobre sus familias abundantes gracias en este mundo y en el cielo serán las piedras preciosas que adornarán vuestras coronas y serán vuestro orgullo. Así, pues, no las desanimen y ayúdenlas a que nazcan y crezcan fuertes. ¡La Iglesia los necesita! Si las vocaciones no surgen en vuestras familias, no veo dónde podríamos encontrarlas. Las vocaciones más seguras y estables provienen de hogares católicos unidos y fervientes. De vuestra piedad depende la de vuestros hijos. Hay muchos padres y madres que no sólo comulgan el domingo sino también durante la semana, y así han ganado la gracia de la vocación para sus hijos.

Recemos entonces por las vocaciones religiosas y sacerdotales, por la perseverancia de éstas, y también por los sacerdotes, los religiosos y las religiosas. De la santidad de ellos no sólo depende la de vuestras almas, sino también la de la sociedad. Si la Cristiandad está en peligro es porque el sacerdocio católico está enfermo.

¡Señor, danos muchas santas vocaciones sacerdotales y religiosas, y muchos santos sacerdotes!

¡Que Dios los bendiga!

Padre Christian Bouchacourt
Superior de Distrito América del Sur