Asperges me

«Asperges me». Un rito, que no figura en el «Ordinario de la Misa», porque no pertenece al Santo Sacrificio, pero que suele preceder en las catedrales, monasterios y parroquias a la Misa mayor de los domingos.

Es la Aspersión del agua bendita, que consiste en rociar con ella el altar, los ministros y todos los asistentes, entre tanto que el Coro canta la antífona «Asperges me» (en Tiempo Pascual «Vid¡ aquam»), el principio del salmo «Miserere», varios versículos y una Oración al Ángel de la Guarda.

El objeto de este hermoso rito es extremar la purificación del altar y de los fieles antes de comenzar el gran acto del Sacrificio e invocar sobre ellos la asistencia del Santo Ángel, «para que los guarde a todos, los enfervorice, los proteja y los visite» en este momento solemne.

El agua que se usa para la Aspersión ha de haber sido bendecida el mismo domingo, cosa que exige la Iglesia no solamente para evitar la corrupción del líquido, sino también para indicar a los fieles que la semana religiosa ha de iniciarse con una renovación espiritual.

Este rito de la Aspersión es obligatorio en las catedrales y colegiatas; suele practicarse en las iglesias de los regulares, y puede realizarse -y es muy digno de loa hacerlo- en  as parroquias, donde el acto purificador asume una importancia mayor, por beneficiar a toda la familia parroquial.

En los monasterios (por lo menos en los benedictinos), de donde probablemente proviene este rito, la «aspersión» se extiende a todas las dependencias conventuales.

Asperges me

Rocíame Señor con el hisopo y
quedaré limpio

Lávame y quedaré
más blanco que la nieve.

Ten piedad de mi
señor, según tu gran misericordia.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo:

Como era en un principio, ahora y siempre,

Por los siglos de los siglos amén. 

Vidi aquam

Yo vi un agua que salía del templo, del lado
derecho, aleluya;

y todos aquellos a quienes alcanzó esta agua,
se han salvado,

y exclaman: aleluya, aleluya.

Ps 117. Alabad al Señor, porque es bueno: *

porque es eterna su misericordia.

V. Gloria al Padre.

La muerte y el juicio de Dios

Queridos hermanos

Les mando un capitulo del libro P. Tomás Pegues, O. P. La Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino en forma de catecismo para todos, ed Exodo página 274-275

Cuento con Uds., sean católicos de veras,  no  de palabra solamente, sino en toda verdad. La caridad debe siembre prevalecer; la gente es sordo, pero tiene muy buenos ojos… ve, observa, juzga y condena sin piedad… por esta razón nuestro comportamiento debe siempre ser cristiano: nuestras palabras, acciones, nuestros trabajos, negocios, deben reflejar la doctrina del Evangelio….  Sino todo es vano y causa de severo juicio de Dios. Trabajemos cristianamente para recibir la recompensa eterna, es algo que vale la pena, todo lo demás es vanidad sin la vida eterna… si el hombre gana el mundo entero y pierde su alma ¿qué gana?, nada, nada, nada… dicen los auténticos sabios, que son los santos.  Imitemos a los santos y seremos santos. Meditemos sobre el juicio… el JUICIO DE DIOS  donde toda nuestra vida será analizada y juzgada por el mismo Dios… dejemos de lado la mentira y el auto engaño…valemos lo que somos delante de los  ojos de Dios. Les mando adjunto un texto sobre el JUICIO. 

La muerte y el juicio de Dios

 

—¿Cuándo se apartan y segregan los que inmediatamente
han  de entrar en el cielo, de los
destinados a ir al Purgatorio o al infierno?

—En el acto del juicio.

—¿Qué entendéis por juicio?

—El acto en que la justicia divina falla sobre la suerte eterna de
un individuo, pronunciando sentencia de premio o castigo.

—¿Cuándo se celebra el juicio?

—Inmediatamente después de la muerte, esto es, en el momento en
que el alma se separa del cuerpo.

—¿En dónde se celebra?

—En donde ocurra la muerte.

—¿Quién lo celebra?

—El mismo Dios, cuyo poder reside en la humanidad de Jesucristo desde
el día de su gloriosa ascensión.

—¿Ven las almas a Dios o la sacratísima
humanidad de Jesucristo?

—Solamente ven la esencia divina y la humanidad de Cristo las almas
que han de entrar inmediatamente en la gloria.

—¿En qué forma se celebra el juicio de las
otras?

—Haciendo que instantáneamente y de un solo golpe de vista contemplen
todo el curso de su vida, de donde sacarán la convicción íntima e
inquebrantable de que en justicia merecen el lugar que se les destina, ya en el
infierno, ya en el Purgatorio.

—Luego, en cuanto muere un hombre, en el
mismo instante y casi en el mismo acto, ¿es el alma juzgada, sentenciada y
colocada en el cielo, en el Purgatorio o en el infierno?

—Sí, señor, porque el poder divino obra instantáneamente.

—¿De qué cosas se examina y hace cargo al
alma en este tremendo

juicio?

—De todos los actos de su vida moral y consciente, desde el primero
ejecutado con uso de razón, hasta el que precede al último suspiro.

—¿Puede suceder que el último acto consciente
decida por sí la suerte eterna de un alma y le valga la entrada en el cielo?

—Sí, señor, pero se requiere una gracia especialísima de Dios, quien
solamente suele concederla cuando el sujeto, en cierto modo, la preparó con
obras buenas anteriormente hechas, o a ruegos y vivas instancias de los justos.

—¿Qué cosas entiende y ve el alma
sometida a juicio, merced a la ilustración instantánea que le pone ante los
ojos el curso entero de su vida?

—Verá, día por día, y momento por momento, todos y cada uno de los
actos por ella ejecutados y de que pueda ser responsable, con sus más
insignificantes circunstancias y pormenores; todos sus pensamientos, por
íntimos y rápidos que hubieran sido; todos los movimientos afectivos,
cualquiera que fuese su objeto y carácter; todas las palabras, aun las más
ligeras, inconsideradas, vanas u ociosas; todas sus acciones y la parte que en
ellas tomaron los sentidos y los órganos y miembros corporales. Comprenderá el
alcance y la conformidad o disconformidad de todos sus actos; con todas las
virtudes y vicios, empezando por la virtud de la templanza y sus numerosas
aplicaciones, siguiendo por la de la fortaleza y sus anejas, la justicia y sus
infinitas ramificaciones, la prudencia y su constante ejercicio en la práctica
de las demás, bien se consideren estas virtudes como hábitos naturales, bien como
sobrenaturales e infusos, y sobre todo comprenderá cómo se ajustaron sus
acciones a las grandes virtudes teologales de fe, esperanza y caridad que
debieron ser norma de su vida. Verá el aprecio en que tuvo la sangre de Cristo
y los medios de salvación que le brindaba el Redentor en los sacramentos
administrados por la Iglesia; cómo utilizó la gran virtud de la penitencia, y
cómo se aprovechó de las facilidades que por medio del soberano poder de las
llaves se le daban para satisfacer por sus culpas y pecados. Este conocimiento
universal, comprensivo e instantáneo, es el que le hará exclamar con la plácida
alegría de los bienaventurados, o con la dulce resignación de los justos en el
Purgatorio, o con la rabia desesperada de los condenados en el infierno:
«Vuestro juicio y vuestra sentencia, ¡oh, Dios!, son la misma
justicia».

                           

Que Nuestro Señor Jesucristo los bendiga

Padre Boniface