También nosotros, que queremos defender y conservar la Santa Misa, para nosotros y para nuestros hijos, deseamos cargar con ella (la cruz). Pero nos damos cuenta de que muchas veces no podemos, como le pasó al emperador Heraclio, por estar revestidos, no de oro y pedrería, sino de múltiples apegos al mundo y a sus máximas. No tenemos bastante espíritu de mortificación para vivir como verdaderos cristianos, no inculcamos suficientemente este espíritu a nuestros hijos. Y claro, así no podemos volver a poner la Cruz, la Misa, donde debe estar. Hemos de despojarnos de toda esa pompa, y revestir la humildad, la pobreza y la mortificación de Nuestro Señor Jesucristo. Monseñor Lefebvre nos explicaba también el porqué de ello.
«La noción de sacrificio es una noción profundamente católica. Nuestra vida no pue-de prescindir de sacrificio, desde que Nuestro Señor Jesucristo, Dios mismo, ha que-rido tomar un cuerpo como el nuestro y decirnos: Tomad vuestra cruz y seguidme, si queréis salvaros. Y nos ha dado el ejemplo con su muerte en la Cruz y el derrama- miento de su sangre. Y nosotros, sus pobres criaturas, pecadores como somos, ¿nos atreveríamos a no seguir a Nuestro Señor, a no compartir su sacrificio y su Cruz? Este es todo el misterio de la civilización cristiana, la raíz de la civilización católica: la comprensión del sacrificio en la vida de cada día, la comprensión del sufrimiento, no como un mal y un dolor insoportable, sino entendiendo que es preciso compartir los dolores y sufrimientos de Nuestro Señor Jesucristo, mirando la Cruz, asistiendo a la Santa Misa, que es la continuación de la pasión de Nuestro Señor en el Calvario.
«Cuando se comprende el sufrimiento, se convierte en un tesoro, porque estos sufrimientos, unidos a los de Nuestro Señor, unidos a los de todos los mártires, a los de todos los santos, a los de todos los católicos que sufren en el mundo…, se transforman en un tesoro incalculable, de eficacia extraordinaria para la conversión de las almas, y para la salvación de nuestra propia alma».